Pesadilla de una tarde dominical

¡Ándenles muchachos, se acerca Navidad, na-vi-dad, na-vi-dad! Lalo Guerrero (1916-2005)  es considerado como el padre de la música chicana. Aun y cuando su obra consta de muy variados géneros hoy en día la mayoría de quienes conocen sus canciones aquí en México ni siquiera saben que él es el autor y padre de “las ardillitas” cuyos temas inundan las calles de la ciudad, y lo que es peor para él -o mejor dicho, para quien haya heredado las regalías de su música- en recopilaciones piratas, grabadas en cd’s que se ofrecen escandalosamente lo mismo en vagones del metro que en puestos ambulantes por doquier.

 Parece ser la música de fondo de la histeria colectiva de los chilangos haciendo sus compras navideñas que van desde figuras para el nacimiento, adornos navideños, ingredientes para cena, botellas, regalos y sinfín de artículos que dirigen al capitalino al centro de la ciudad, no me refiero a las personas de clase media hacia arriba -quienes acuden a los grandes centros comerciales de Santa Fe, Perisur, Antara-Si no a la marabunta humana que se dirige al centro tanto de compras como de paseo en esta temporada, haciendo escala en el zócalo, En donde para no olvidar nuestras arraigadas costumbres alpinas, los chilangos hacen filas interminables para patinar graciosamente en hielo, bajar en rampas de nieve y en general divertirse de lo lindo a la manera en que seguramente en Noruega hay un reducto en pleno centro en donde los nativos de Oslo, pueden hacer lo mismo suertes charras en briosos corceles que  volibol playero.

A mi amigo Jorge parece no agradarle mucho el tema de las ardillitas de Lalo Guerrero, cada que lo escucha, -es decir, en cada esquina- se tapa los oídos y voltea a verme con cara de desesperación. Entonces apretamos el paso para apartarnos de ese ruido en medio de cientos de puestos y miles de personas. Solo para encontrarnos el mismo tema más adelante.

Decidimos hacer una escala después de mucho caminar en un tour que incluyó el Palacio de los Deportes, los mercados de Jamaica y Sonora y por ultimo todo el centro desde Circunvalación hasta el Eje central. Con excepción del palacio a todos los demás puntos llegamos a pie. Así que a petición mía nos detuvimos en el 7-Eleven de la Torre Latino, para tomar esa delicia de agua caliente que con mucha imaginación es un café americano. Una vez con el café cruzamos Eje Central para sentarnos en las jardineras del Palacio de Bellas Artes.

Habíamos hecho algunas compras y mientras sorbía mi café, prendí un cigarro y comenzamos a platicar de lo de siempre, mientras yo me quejo el me da ánimos y como no queriendo le pregunto por una ex que es amiga de el por cuadragésima vez desde que prometí no volver a hacerlo. No es que me importe, pero como es de esperarse siempre me dice que no sabe.

Una vez que emprendimos el camino hacia el metro un ruido nos hizo voltear, por difícil que pareciera pues todas las calles y avenidas principales estaban atestadas de coches marchando a vuelta de rueda cuando podían hacerlo. Ocurrió un percance que se oyó fuerte. Es decir, no era de extrañar que ocurriera alguna coalición, un recargòn, pero aquí lo que ocurrió fue un fuerte choque. Sigo sin explicarme como pudo haber alguien acelerado, sin embargo sucedió, volteamos a ver y estaba rebotando una suburban contra otro carro. La gente acudió pronta, de repente me sorprendió ver a un señor levantarse de entre la camioneta y otro carro. Varios intentaron abrir el vehículo para golpear al conductor, un hombre de más de sesenta años que viajaba con su familia incluyendo una pequeña que se miraba aterrorizada.

Me acerqué y me di cuenta que no era solo el señor que se levantó entre los carros la victima del percance, la imagen verdaderamente cruel era la de una niña de unos doce años que yacía inerte boca abajo con la cabeza sobre un charco de sangre.

Por lo céntrico del lugar al instante llegaron policías que libraron al hombre de ser linchado por la turba que se formó al instante. Mientras tanto una pareja suplicaba ayuda, eran los padres de la niña. El policía pidió la presencia de una ambulancia por medio del radio.

Algo dentro de mí se rompió en ese instante. Levanté la vista para todos lados y me desesperó ver las calles atiborradas de vehículos, me pareció imposible la llegada de una ambulancia. No puedo presumir ser alguien de mucha fe. Creo en Dios sin embargo soy muy mal católico, voy ocasionalmente a misa y trato de portarme bien no por virtud si no por necesidad de tranquilidad, en resumen soy muy mal ejemplo de lo que un buen cristiano es. Sin embargo creo que incluso  los que no somos muy buenos merecemos ser escuchados, y lo somos. Comencé a rezar en silencio suplicando por pronta ayuda. Dicen que eso sirve, me hubiera gustado haber hecho algo más útil, pero solo se me ocurriò eso. No sé muchos rezos, los repetí en forma cíclica con suplicas encarecidas. Me partía el alma ver cuánto tardaba en llegar la ambulancia. El padre trataba de reanimar a su hija, los policías se lo impedían “No la mueva, no la mueva”

¡Es mi hija! –Suplicaba el hombre-  Muy a lo lejos se divisó una torreta, cuando por fin llegó una ambulancia, unos veinte minutos después de sucedido el accidente bajaron los paramédicos con una camilla. Solo pude alcanzar a ver entre mucha gente que revisaron a la niña y minutos después volvieron a subir la camilla a la ambulancia, sin la niña. Comenzaron a llenar un reporte en una tabla al instante que los policías abrazaban a los padres que lloraban inconsolables.

No es que no me guste llorar, no lo acostumbro. Como toda la gente lloro de dolor, de frustración, de alegría, cuando me conmueve una música, una película, una vez me emocioné tanto de ver patinar a una pareja que ganó la medalla de plata en los Juegos Olímpicos de Invierno que se me nublaron los ojos y comencé a llorar, pero me dio vergüenza ser tan maricòn y me recriminé el no ser un macho bragao. Como mi papá tampoco lo es, pero aparenta. La única vez que lo vi hacerlo fue por error, me metí sin tocar a su habitación pensando que no estaba y lo encontré llorando por la muerte de su madrastra, aunque aparentemente no le había dado mucha importancia ante nosotros. Seguro aprendí de el eso de no llorar en público. Como les digo, aunque lloro no me sucede muy a menudo.

Sin embargo en ese instante al darme cuenta que ya no la iban a levantar, -pues la cruz roja no levanta cadáveres- se me hizo un nudo en la garganta y sentí ese sabor salado, no pude mas y comencé a llorar como si hubiera conocido a la niña de toda la vida, no podía dejar de hacerlo. Si mi padre me hubiera visto seguro me hubiera reconvenido “no seas tan sentimental cabròn muchacho, ¿pus que no eres hombre?”

Nos alejamos de allí, ya era de noche. Casi no cruzamos palabra hasta que nos despedimos, supongo que mi amigo no sabía que decirme y lo entiendo. A pocos metros de allí la vida seguía muy normal, de hecho nadie se dio cuenta de lo sucedido los vendedores gritaban su mercancía, niños jugaban, y por todos lados alguna fuente de sonido estridente, incluida por su puesto la canción de las ardillitas.

Sé que la vida no es justa y mejor es acostumbrarse a ello, aceptar que no lo es y no tiene por qué serlo. Sin embargo pocas cosas considero tan tristes y dolorosas como una muerte así. Francisco Javier González  quien además de ser periodista deportivo y narrar de manera muy emocionante el fútbol  escribe excepcionalmente, dijo una vez en una editorial por la radio dándole un pésame a un amigo a quien se le había muerto un hijo: “Las guerras resultan traumatizantes -además de la barbarie que en si representan- por el hecho de que se trastoca el sentido normal de la vida. Lo normal es que los hijos entierren a sus padres, pero en las guerras sucede al revés. Si la vida fuera justa existiría una especie de ley divina que sentenciaría que nunca, jamás, bajo ninguna circunstancia moriría ningún niño, sin embargo la vida es como la conocemos».

Se de unos padres que pasaron la navidad más horrible imaginable, de otra familia que pasó un momento horrible que le cambió la vida, pues estoy seguro que el conductor no quería matar a nadie. Y de mi sé que me hubiera gustado que eso jamas sucediera, que me hubiera gustado no estar allí o por lo menos poder haber hecho algo. Si de algo sirve sigo pidiendo por que todos tengamos paz.